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OLOR A VAINILLA


El día había despertado con una luz indefinida, casi borrosa, como una ensoñación. Serán los efectos de mi propio deseo – pensó Teresa- .  Por fin había llegado el momento soñado, el momento en que prepararía el banquete para declararse al amor de su vida. Se había criado entre fogones y no conocía mejor manera de demostrar los afectos que cocinando. Cuando quiso darse cuenta se le había echado el tiempo encima. Como le ocurría siempre en la biblioteca, donde perdía la noción de las horas descifrando recetas para encontrar nuevos ingredientes, esos que las hacen únicas.


Volvió a casa por las baldosas que pisaba todos los días, pero esta vez le pareció que la llevaban en volandas.  Llegó al portal y sus dedos no atinaban a introducir la llave en la cerradura de los nervios que tenía. Subió las escaleras como una exhalación. Y en un abrir y cerrar de ojos estaba en la cocina. Allí esperaban, como niños hambrientos todos los ingredientes para que la alquimia los transformara en delicias. Se enfundó el mandil con el que tantas veces había visto a su madre hacer magia. Algo se despertó en Teresa al sentirlo sobre su piel, como si aquella humilde prenda contuviera todos los secretos que había ido atesorando a lo largo de su vida y ahora al contacto con su cuerpo fueran transitando hacia ella en una delicada ósmosis de conocimiento.

Con la suavidad de una hebra de algodón de azúcar sintió la voz de su madre en el oído que le susurraba desde un sitio remoto: “Recuerda hija, el secreto de la cocina consiste en no apurarse. Los alimentos necesitan tiempo para regalarnos su mejor sabor y los comensales lo requieren para paladearlos. La magia pasará por el tacto de tus manos si sabes cómo tratarlos. Para ello no olvides cortar la cebolla y el puerro al hilo. Deja que la berenjena sude su amargor en sal antes de que toque el fuego. Permite que la pimienta, el estragón y el tomillo penetren con sus aromas las carnes. Deja que sea el agua de mar la última en la que se sumerja el pescado. Y que el azafrán se deshaga en fuegos artificiales al contacto con la tibieza de una infusión”.


A Teresa se le iba disparando el corazón con solo imaginar la cara de su amado ante aquel viaje por el placer, que sus manos estaban preparando, al rescatar las yemas de una cascada de claras que se escurría entre sus dedos, antes de que el punto de nieve las convirtiera en merengues. Ansiaba ver su boca relamerse de gusto cuando el chocolate lo transportara a la infancia mientras se funde en un recuerdo a flor de azahar de un bizcocho de naranja. Su mirada de asombro al descubrir que la salpicadura de trufa desvela los secretos que guarda bajo tierra.  Que la canela, el cilantro y la alcaravea viajarían mar adentro de su olfato como una tormenta de lluvia seca. Caerá rendido ante mí como el azúcar al almíbar, pensó mientras seguía acariciando con un paño húmedo las setas antes de ser confitadas.


            La casa se cubrió con todos los aromas de la vida y una vez más, Teresa perdió la noción del tiempo.  Tal y como le sucedía cuando se enfrascaba en las recetas que encontraba en la biblioteca y paladeaba con la punta de su fantasía sabores nuevos.

Preparó la mesa con delicadeza y esmero: sacó la vajilla de porcelana inglesa con ribetes de oro, las copas de cristal tallado y sobre las servilletas de hilo blanco un ramillete de flor de lavanda. Cuando la vio terminada le pareció un jardín en primavera.  Su excitación era tal, que cayó exhausta en el balancín y casi sin darse cuenta, se arrebujó en su manta color canela  mientras una brizna de su mente seguía pensando que el amor tiene olor a vainilla. En un rincón de la noche le pareció oír pasos y una voz que pronunciaba su nombre. Se despertó  con los primeros destellos del alba, la luz era limpia, casi transparente y en la boca, el regusto dulzón que dejan los buenos sueños...        


Susana Muñoz C.



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