Camilo.
- carmen fernandez de cordoba
- 18 may
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Al abrir la puerta de su habitación como solı́a hacer cada mañana, vio su cuerpo reflejado en el espejo. Su rostro tenı́a la palidez de las velas derretidas. El pecho, bajo el camisón de batista blanca, dejaba inmóviles las jaretas. Las manos abandonadas a los lados del cuerpo como calas recién cortadas, blanqueaban unas caderas a las que siempre les faltó redondez. Su melena trigueña, veteada de mechones rojizos, se apoyaba blandamente sobre la almohada mientras una rosa color porcelana, la miraba desde la mesilla de noche. La boca paralizada en el último aliento, no hubo que cerrarle los ojos.
El viejo mastı́n custodiaba la puerta, y allı́, en el umbral, desde esa distancia que los habı́a separado siempre, se quedó Camilo mirando la imagen de la señora, de su señora, como si no se tratara de ella, como si estuviera contemplando su retrato en uno de los muchos cuadros que abarrotaban los pasillos interminables de aquel cortijo que acababa de quedarse huérfano.
Camilo no tenı́a más mundo que ese, habı́a nacido allı́ y allı́ llevaba toda su vida ocupándose del olivar, que extendı́a su poderı́o hasta el horizonte, como un ejército de soldados fornidos. Pero, sobre todo, atendiendo a su ama con la devoción ciega de quien no conoce nada más.
¿Cómo enterrarla ahora?, si está más bonita, aún si cabe –, pensó Camilo. Y es que la muerte la habı́a respetado sin deformarla, sin que lo grotesco asomara por uno sólo de sus rasgos. Sus facciones, intactas, desprendı́an ahora la quietud de quien ya no ha de preocuparse por nada.
Tengo que avisar cuánto antes a la señorita Adela – dijo.
Luego recorrió el pasillo hasta la biblioteca, donde los rosetones desvaı́dos de la alfombra, parecı́an salirle al paso.
Pobre, la señorita que no ha podido acompañar a su madre en el último aliento – repetı́a mientras buscaba el número en un viejo listı́n de piel cuarteada, que su ama guardaba en uno de los cajones del escritorio.
Le vino a la cabeza la imagen niña de Adela, a quien también habı́a visto crecer.
Habrá que avisar a don Cosme, el párroco, para que le ponga los óleos y al alcalde y al médico...
¡Vicenta, Vicenta! – gritó mientras bajaba a la cocina.
¿Qué pasa?
La Señora nos necesita.
Con un paño de lino impregnado en agua de rosas lavaron el cuerpo. La vistieron con el traje de organza color lavanda que no habı́a llegado a estrenar. En la cabeza, la mantilla de encaje de guipur parecı́a un campo de 8lores.
Nunca pensó Camilo que tuviera que amortajar a su Señora. De todas las faenas con las que habı́a bregado en sus años de vida, esta era la única que no habı́a contemplado jamás. Se habı́a ocupado de las cosechas, de herrar los caballos, de allanar los caminos pedregosos. Solo él conocı́a los sinsabores de aquel ser angelical, solo él era el guardián de la vida de una mujer, a la que veneraba en silencio.
Preparó la casa para el velatorio, poco a poco la palidez de la muerte fue inundándolo todo. Por fin llegó la señorita Adela. Camilo habı́a ventilado su
habitación, la que daba al mediodı́a, desde la que se veı́an hasta los acebuches más pequeños. Una jarra de limonada fresca y unas rosas recién cortadas en el tocador para endulzar un momento tan amargo.
Después de rezar a los pies de la cama de su madre, Adela supervisó todo, los ramos de azucenas blancas a la cabecera del ataúd, los cirios encendidos custodiándolo, el refrigerio listo para las visitas. Entonces llamó a Camilo a la biblioteca.
Ya no vamos a necesitar tus servicios Camilo, puedes recoger tus cosas e irte
– le dijo con la frialdad del 8ilo de una cuchilla en la garganta.
Un abismo se abrió frente a aquel pobre hombre, que no conocı́a más vida que la que habı́a dedicado a su Señora. Nada ni nadie esperaba a Camilo fuera de las fronteras de ese mundo al que le habı́a dedicado su existencia.
La mañana amaneció ventosa y el mar de olivares rugı́a como un león hambriento. Vio la polvareda del camino anunciar la llegada del coche fúnebre tirado por dos caballos zainos. Vio también hombres extraños que acarreaban el féretro y lo aseguraban al carruaje, vio el cortejo extenderse como una mancha de aceite requemado tras él. Desde la distancia, como siempre, la vio partir mientras el viejo mastı́n lamı́a el barro reseco de sus botas.
Susana Muñoz C.
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