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Espejos

 



            La ambulancia alertó al vecindario.  Un torrente de chasquidos metálicos por el patio de luces dio la voz de alarma.  Hasta los que no la conocían se arremolinaron a los pies de las escaleras de la entrada. La sirena naranja había roto la paz de un barrio tranquilo. Los viejos habitaban a diario los bancos de hierro y madera como una extensión de su cuarto de estar. Sus caras reposando sobre los bastones se adueñaban de los rayos de sol, al igual que los niños con los columpios antes de que cayera la noche. Carmela Galindo paseaba sus viejos abrigos de piel con el porte de una gran actriz venida a menos. Como lo que en realidad era.


            Los enfermeros sacaron su cuerpo arropado por los brillos de una manta térmica, sus ojos tenían la expresión perdida que dejan la incertidumbre y los calmantes. 


Desde niña se miraba en el espejo del camerino del teatro donde trabajaba su madre y coqueteaba con las boas de plumas y los zapatos de tacón de aguja. A escondidas le robaba cigarrillos de la pitillera dorada que, algún amante agradecido, había dejado olvidada y frente al espejo del tocador simulaba exhalar bocanadas de humo transparente. Luego se empolvaba las mejillas, y ribeteaba sus labios con las barras de carmín desgastadas mientras esperaba que su madre terminara la función.

Esos eran sus juguetes: trajes Charlestón cojos de flecos, medias de rejilla con algún agujero despistado, tacones raídos, y sobre todo un espejo desconchabado que le mostraba su imagen desvaída de niña solitaria.  Algún día yo seré una gran actriz y tendré un camerino para mí sola con un gran espejo rodeado de luces, pensaba.    


Y así fue, el éxito la acompañó durante años. También los espejos con los que iba llenando su casa. Hasta que la convirtió en una caja de cristal. Los tenía de todos los tamaños y formas: ovalados, redondos o rectangulares. Biselados como diamantes, con grandes marcos rococó forrados de pan de oro, algunos de bronce y los más pequeños repujados en plata. Sin olvidar las cornucopias del comedor, que a cualquiera se le hubieran echado encima y en el bolso, siempre uno en el que retocar el contorno de sus labios.   Los mandaba limpiar para que relucieran como cristales de Bohemia, ni una mota podía empañar su brillo. No había rincón de la casa donde no pudiera ver su imagen reflejada: de costado, de cuerpo entero, de perfil y de reojo podía ver todos los ángulos de su cuerpo. Frente a ellos ensayaba sus papeles. Lo mismo languidecía como La Dama de las Camelias, que cantaba las canciones de La Viuda Alegre.  Reía y lloraba. Luego aplaudía y ellos le devolvían sus ovaciones silenciosas.

–  Sois un público exigente, pero agradecido – les decía sonriendo.

Su relación con ellos se fue haciendo tan íntima que a alguno incluso lo bautizó. Como a Fernández, el gran espejo del recibidor que era, con diferencia, el más sincero.

¿Qué tal voy?, dime la verdad porque todavía estoy a tiempo de cambiarme...aunque a Benigno (se refería al espejo de la cómoda) le ha parecido bien...claro que miente más que habla – le decía mientras se echaba un último vistazo.    


Cuando la vista y el éxito empezaron a fallar, culpó a los espejos de sus fracasos, ya no hacían su trabajo como antes, se había vuelto perezosos

– No sois más que estómagos agradecidos, amodorrados por el calor de un techo seguro – les decía, cuando la memoria no le daba para recordar el texto de su última función.

– Habéis engordado de no moveros – les replicaba cuando su cintura dejó de ser de avispa y la costura de sus medias no lograba mantenerse recta.


Una noche recorriendo el pasillo hasta la cocina en busca de un sueño cada vez más escaso, los oyó cuchichear a sus espaldas: “Carmeliiiitaaaa”… escuchó y  se dio la vuelta para pillarlos infraganti, pero la penumbra solo le devolvió sombras coloreadas.  Entonces buscó en la caja de los hilos, la aguja más afilada que su costurera guardaba para retocar pespuntes y lentejuelas extraviadas, y con la complacencia asomando a sus labios, deslizó la punta por su superficie hasta que ellos le devolvieron un chirrido de dolor. 


Carmela, agarrada al precipicio de su mundo, arrinconó a sus antiguos compañeros de viaje y compró espejos nuevos, curvos, cóncavos y convexos, en el tocador uno de esos en los que te puedes contar las pestañas.

– Ellos no hablarán a mis espaldas – dijo.

Pero sin darse cuenta había tirado del hilo equivocado, el que acabó por descoserle la vida.  Mirara donde mirara tan solo podía ver una imagen deformada y grosera de sí misma.

Ahora, en la blancura lechosa de una habitación acolchada, de vez en cuando, el sonido de una lluvia de cristales cruza su mente.


Susana Muñoz C.



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