top of page

Memorias de un Niño Antiguo.

ree

Gonzalo nació en Sevilla, y sus primeros recuerdos están relacionados con los sonidos militares que se fundían como parte del aire cotidiano.

Para un niño, escuchar trompetas y tambores podía anunciar fiesta o celebración; para él, significaba el regreso del padre, y con él, la tensión de la disciplina.

Sus primeros recuerdos están marcados por la severidad, por la sensación de que cada gesto debía ser medido, cada error castigado.

El colegio tampoco era un espacio más seguro. Los curas se imponían con el castigo como método, y la violencia era tan habitual que dejaba de sorprender. En ese entorno la lección era sobrevivir, callar y reconocer, instintivamente, quién era digno de confianza.

 En este medio rígido, encontró sentido en las matemáticas que se convirtió en su asignatura preferida, seguramente, por ser un territorio donde las reglas eran claras y no sujetas al capricho humano.

Su infancia fue, sobre todo, un entrenamiento en el silencio. Ni en casa ni en el colegio había espacio para la comunicación. Lo que se sufría no se contaba, había cosas más graves que la generación de sus padres había enfrentado: la guerra, la pérdida y el miedo a no sobrevivir. Todo se relativizaba y los dolores de un niño parecían menores. No se llora cuando no se espera una respuesta a tiempo o una palabra de consuelo.


Pasaron los años, y aquella figura paterna, que de niño inspiraba temor, fue adquiriendo otro matiz. Descubrió al militar condecorado, al hombre leal a su batallón, al hermano generoso que ayudó para asegurar el futuro de sus hermanas. Supo también que, en su carrera, había preferido la honestidad a la obediencia ciega y comprendió que, detrás del padre severo, había un hombre atravesado por la dureza de la guerra y que en esa dureza se había quedado atrapado, seguramente sin respuesta a tanto sin sentido.

 El temor infantil se fue transformando en una especie de respeto silencioso.

No necesitó reconciliaciones explícitas, bastó con entender que cada época moldea a las personas de modos diferentes.


Hoy, ya nonagenario, observa a las nuevas generaciones con una mezcla de asombro y envidia sana. Le sorprende la naturalidad con la que hoy los jóvenes expresan lo que sienten, algo impensable en su niñez.

Reconoce que viven más libres, menos atados a la rigidez de las apariencias, más dueños de su propio destino. Y aunque sonríe ante la rapidez con que todo cambia, sabe que lo esencial permanece: la necesidad de confianza, de compañía y de ese “alguien” en quien apoyarse.


La memoria de aquel niño antiguo que devoraba pasteles de merengue sigue viva en él. Un niño que aprendió en el silencio y en la autoridad de unos tiempos excesivos, pero que, con los años, encontró en el humor, en la amistad y en la mirada serena al pasado una manera de habitar la vida sin rencor.

En esa transición —del niño al hombre, del temor al respeto— se encierra la verdadera herencia que quiere transmitir: cada generación vive bajo el peso de su tiempo, y solo cuando se entiende ese peso es posible mirar hacia adelante sin resentimiento.

3 comentarios

Obtuvo 0 de 5 estrellas.
Aún no hay calificaciones

Agrega una calificación
Invitado
hace 2 días
Obtuvo 5 de 5 estrellas.

👏👏👏👏👏👏👏👏👏

Me gusta

Juan Pablo
hace 3 días

Un relato conmovedor. Me hizo conectar con ese niño y ese adulto.

Me gusta

Maria
hace 3 días
Obtuvo 5 de 5 estrellas.

Maravilloso y bello relato. Vivir sin rencor es la única forma de disfrutar el presente y el futuro. Me encanta como con tan pocas palabras describes toda una filosofía de vida. Mucho que aprender de estos nonagenarios. Gracias

Me gusta
bottom of page