Baldosines blancos y negros.
- carmen fernandez de cordoba
- hace 2 días
- 3 Min. de lectura

Había nacido en una ciudad costera de Andalucía. La entrada de su casa comenzaba con una solemne puerta que invadía el último escalón de una serpenteante escalinata salpicada de baldosines donde alternaba el blanco y el negro, como una analogía de lo que sería su propia niñez.
Aquella geometría, presente bajo sus pasos, acabaría siendo una metáfora a lo largo de toda su vida. Huérfana de padre, a temprana edad, se convirtió en el paño de lágrimas de una joven viuda educada para poco más que ser la buena mujer de algún buen hombre. La ruleta de la vida jugó la casilla negra y, con solo ocho años, aprendió el significado de la responsabilidad y la firmeza necesarias para sacar la vida adelante.
Su casa era el reflejo de una parte de la sociedad que había disfrutado de un pasado mejor: una casona de techos altos, paredes abarrotadas de barrocas pinturas y grandes armarios coronados por maletas que habían cruzado distintas fronteras. Aquella casa se abría a un gran salón cuyo centro lo ocupaba un reluciente brasero dorado, como brújula sin rumbo de un buque sin velas. Esa penumbra antigua contrastaba con la energía de la cocinera que descabezaba gallinas con la naturalidad del oficio bien aprendido y con el olor punzante del cuarto de pintura que se abría a un mar de tejuelas rematado por la catedral de Málaga.
Entre esos contrastes entendió que, por cada revés, había siempre una alternativa, una nueva alternancia. Y se propuso, con la determinación propia de la juventud, dar sus propias pinceladas y seguir su intuición.
A partir de ahí, todo fueron descubrimientos. Supo que tenía una familia más grande de lo que hubiera imaginado y, de la mano de sus nuevos primos y tíos, se abrió a un universo distinto de relaciones bien avenidas. Ese círculo se fue ampliando cuando empezó a trabajar en el Ayuntamiento y descubrió su facilidad para conectar, para sonreír, y sintió, por fin, que había llegado el momento de disfrutar la alternancia de los baldosines blancos.
De los muchos pretendientes que tenía, eligió al hijo del general. Seguramente porque procedía de una familia que le ofrecía la raíz de pertenencia que siempre había anhelado, pero sobre todo porque, ambos, eran versos sueltos de sus propias familias y compartían el deseo de saltar hacia un horizonte más feliz de aquel en el que habían crecido.
Adoraba la ternura de los niños, así que tuvo siete y volcó en ellos toda la atención necesaria para formar un lugar seguro.
Durante mucho tiempo, la vida le regaló solo baldosines blancos, hasta que empezó a sentir la espesa niebla que anunciaba un cambio de temporada. Un cambio en la alternancia. Y así, sin pausa y con un ritmo casi imperceptible, se fue adentrando en un mundo desconocido y cada vez más difuso, donde las fronteras de lo conocido se desdibujaban y todo lo que amaba se fue evaporando ante sus ojos, ya incapaces de retener ningún recuerdo, ni bueno, ni malo.
La larga sombra de su enfermedad cosió heridas en el alma de todos sus seres queridos, que fueron haciéndose cada vez más pequeños a medida que ella se alejaba. Y hoy, el recuerdo de lo que fuimos se recoge en la magia del celuloide que su amado registró con tanto cariño casi intuyendo que sería la única tabla que quedaría a flote después del naufragio de nuestra capitana.
CFC



Qué Relato tan Emocionante!!! Aixxx Esta Prosa Poética me cautiva!!! Nuestras Raíces nos defined, Claro que sé quien Es!!!
Precioso recuerdo de tu querida madre