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La Severidad de la Línea Recta.


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Tal vez la humanidad perdió algo esencial cuando dejó de criar en comunidad.

En aquellos tiempos primitivos, los niños crecían sostenidos por muchos brazos, sin conocer aún el concepto de “padre/madre”.

Desde el año 3000 a. C., la sociedad se ordena en torno al patriarcado, y ya desde entonces las relaciones entre padres e hijos, se convierten en testigos y protagonistas de la tensión natural que marcan las dinámicas de poder transmitidas de generación en generación.

Pero ¿por qué la relación que cultivamos con nuestros padres nos marca tanto durante toda nuestra vida y condicionan parte de nuestro comportamiento en la edad adulta?

¿por qué ese afán de revivir nuestra memoria en otros brazos y generar expectativas inalcanzables sin entender que el amor es la capacidad de dar y abrirnos a nuevas experiencias?

Tendemos a juzgar a nuestros padres con la determinación de una flecha que, una vez lanzada, ya no puede regresar al arco. A veces el juicio acierta; otras, se desvía, y aun así sentimos nuestro derecho a lanzarlo.

No importan los motivos, lo esencial es reconocer el instante en que comenzamos a separarnos de ellos. Ese momento silencioso en que dejamos de ser un apéndice de los padres, y sentimos, por primera vez, el poder de ser nosotros mismos y, quizá, el dolor de la separación.

Es posible que las consecuencias de nuestros actos fueran menos dramáticas en una sociedad menos culposa. Una sociedad que nos enseñara más a comprender que a juzgar. Porque cuando somos capaces de mirar a nuestros padres con ternura, algo dentro de nosotros se aquieta. Dejamos de disparar hacia fuera y empezamos a apuntar hacia dentro.

Entonces, el arco deja de ser un arma y se convierte en una extensión de nosotros mismos. Cada flecha pasa a ser una nueva intención: amar sin exigir, comprender sin juzgar, seguir el propio vuelo confiando en alcanzar nuestras propias dianas y aceptar que la vida no es una línea recta.

Ortega y Gasset escribió: “Soy yo y mis circunstancias, y si no se salvan mis circunstancias, no me salvo yo.”


Y es que los padres también fueron, alguna vez, hijos de sus circunstancias. También soñaron con una guía que quizá no tuvieron, también se decepcionaron, también hicieron lo que pudieron con lo que sabían.

A veces esperamos de ellos una perfección que nadie podría encarnar.

Pero cuando recordamos que también caminaron con miedo, con dudas, con sueños que no se cumplieron, el juicio se transforma en comprensión.

Si crecimos en brazos seguros, probablemente aprendimos a confiar.

Y si no fue así, la vida nos ofrece la oportunidad de reconstruir esa confianza, capa a capa, desde nuestra propia capacidad de dar.

Entonces, la huella del niño herido se convierte en una puerta y detrás del dolor, descubrimos la ternura que nos hizo posibles y el misterio de estar aquí, hoy.

Quizá, incluso, deberíamos agradecer aquello que nos hirió y que se convirtió en el acicate para levantar vuelo.


CFC

4 comentarios

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Invitado
hace 6 días
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Muy interesante, toca un tema muy importante y poco conocido:

La complejidad de la relación con nuestros padres y la oportunidad de darle un vuelco favorable con ternura, comprensión y aceptación.

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Ricardo
11 oct

Profundo y necesario. Transformar el juicio en comprensión es, quizás, uno de los actos más liberadores de la vida adulta

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Juan Pablo
11 oct

Que linda forma de mostrar la compasión como camino para liberar los dolores asociados a nuestros padres.

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Invitado
11 oct

He leído la mitad con un nudo en la garganta. Creo que es un as de guía.

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