Despertar la mirada interna: un ejercicio de resonancia compartida
- carmen fernandez de cordoba
- 14 jul
- 2 Min. de lectura

¿Te ha pasado que, en medio de la vorágine diaria, sientes un leve sobresalto al preguntarte “¿realmente sé en qué soy bueno?" Quizá al principio lo descartas como una duda pasajera: “Ya lo descubriré más adelante”. Pero esa pregunta, aunque sencilla, suele reaparecer cuando las tareas se acumulan, las reuniones se superponen y el calendario se traga los espacios de reflexión.
Lo curioso es que, con cierta experiencia profesional y personal a nuestras espaldas, muchos de nosotros hemos aprendido a gestionar proyectos, liderar equipos o cerrar acuerdos, pero seguimos ignorando esa voz interior que susurra: “Aquí hay un talento oculto”. Nos parece normal saber comunicarnos o negociar, hasta que nos detenemos y reconocemos que, en el fondo, lo hacemos desde automatismos y sin comprender del todo por qué brillamos en un área y nos atascamos en otra.
Al pensarlo en voz alta, me doy cuenta de que esa sensación es casi un denominador común. Conocía personas que, tras despuntar en una presentación importante, sentían que todo había sido suerte; otros que, cuando tocaba ofrecer ayuda, terminaban pidiendo consejo para sí mismos. Y no hablo de gente sin formación: hablo de personas con trayectoria, formación continua, que habían invertido en su desarrollo personal… y aun así se sorprendía al descubrir habilidades que, de hecho, ejercían con naturalidad.
Creo que ese desconcierto nace de la brecha entre hacer y ser. Nos enseñaron a cumplir objetivos: lanzar productos, incorporar metodologías, gestionar equipos. Pero no tanto a preguntarnos con honestidad “¿qué parte de mí está fluyendo aquí?” o “¿qué me suele absorber por completo sin que el reloj importe?”. Esa paradoja —ser diestros en la acción y a la vez ajenos a la propia fuente de motivación— es la que da pie a esa voz interna que a veces ignoramos.
Y sin embargo, cuando nos detenemos —aunque sea unos instantes— y prestamos atención a esos momentos en que todo parece encajar, algo cambia. No es un truco de productividad, sino un gesto de reconocimiento personal: admitir “esto de aquí, esta en conexión conmigo mismo, es lo que funciona”. Esa toma de conciencia no exige fórmulas mágicas ni grandes planes: bastaría con aceptar esa chispa como un punto de partida.
Al soltar la urgencia de encontrar “la respuesta correcta” y, cambiarlo por un “a mí también me pasa”, se abre espacio a una conversación más auténtica. Surgen preguntas sin pretensión de manual: “¿En qué situaciones me olvido de mirar el reloj?” o “¿Qué me devuelve energía cuando todo lo demás me drena?”. No estamos construyendo otro checklist, sino redescubriendo un territorio interno que merece atención.
Al compartir esas dudas, descubrimos que no estamos solos. Nos reconocemos en la experiencia del otro, y así tejemos una red de historias que legitima nuestra propia incertidumbre. Y, paradójicamente, esa legitimación genera confianza. Porque, al fin y al cabo, preguntarse por el talento interior no es un signo de debilidad, sino de honestidad con uno mismo.
Quizá hoy no cierres tu día con un plan concreto. Puede que solo te quede esa pequeña chispa de curiosidad: “¿y si dedicara un minuto mañana a escucharme un poco más?”.



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