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Cuento de Navidad

Foto del escritor: carmen fernandez de cordobacarmen fernandez de cordoba



Dicen que los niños no tenemos recuerdos de cuando éramos bebés, pero no es cierto. Yo recuerdo ver el mundo desde la cadera de mi madre. Allí́ me encontraba estupendamente. Ella era mullida y calentita, además desde esa altura podía mirar a la gente a los ojos. A mí́ siempre me gustó tratar a todos de tú a tú, no me preguntes por qué, pero no soportaba que me miraran por encima del hombro.

Me encantaba estar ahí́ despatarrado, aunque a mi madre le debía cansar, porque a cada rato me cambiaba de lado y resoplaba mientras decía:

 

–        ¡Hay que ver lo que pesas hijo mío, me vas a desriñonar si sigues ası́! A ver cuándo tu padre te compra la dichosa trona.

 

–        Ya antes de nacer, había oído que lo que tienen que hacer los bebés es comer y dormir y yo mi trabajo me lo tomaba muy en serio.

 

Se puede decir que yo era un bebé feliz hasta que mamá se ponía nerviosa por culpa de mis hermanos. A ellos les gustaba jugar al futbol en el pasillo y eso siempre era un peligro. Detrás de una de las porterías había una puerta con un cristal que daba al salón.

El salón era un sitio sagrado para mi madre y tenía que estar siempre muy limpio para cuando venían las visitas y para Navidad cuando los sueños de los más pequeños se hacían realidad, decía ella.

 

Nuestra casa tenía una forma muy divertida para los niños, porque desde el pasillo se pasaba directamente a la cocina que tenía una de esas puertas que giraban para los dos lados y solo tenı́as que dar un empujón para entrar en el comedor y desde allí́ salir otra vez al pasillo.

Raro era el día en que mi madre no diera varias vueltas gritando detrás de mis hermanos:

 

–        ¡Os queréis estar quietos de una vez! ¡Como rompáis la puerta del salón, no sé qué os hago! ¡Ya no puedo más! ¡Veréis cuando llegue esta noche vuestro padre! Se os van a quitar las ganas de futbol de un plumazo.

 

Su boca estaba muy cerca de mi oreja, entonces yo sentía como el aire que salía de ella ponía mis pelos un poco de punta y con la carrera mis ojos y mis mofletes se bamboleaban arriba y abajo. Además, con el traqueteo me entraban ganas de vomitar y lo hacía directamente en su hombro. Entonces venía lo peor, de golpe me soltaba en una mantita en el suelo y a mí́ el mundo se me venía encima. Me sentía un cachorro abandonado. En esos momentos me hubiera gustado ser hijo único o tener la dichosa trona. Por muchos juguetes que tuviera alrededor no encontraba consuelo. Hasta que a mi abuelo le daba pena de mı́ y me cogía en sus brazos. No era tan mullido como mamá, pero también me sentía bien con él. Sobre todo, me gustaba tocarle la parte blandita de las orejas, cuando una de ellas ya estaba caliente, pasaba a la otra. Eso me daba mucha tranquilidad. Algunas veces me quedaba dormido así́, agarrado a la oreja de mi abuelo. Otras, el que cogía el sueño era él y yo no me movía para no despertarle.

 

Mi abuelo decía que los bebés se parecen mucho a los perros, que siempre están pidiendo las caricias de los amos. Yo casi siempre estaba de acuerdo con él, menos cuando les decía a mis padres:

 

–        Este niño es una pepla, ¿por qué́ no lo devolvéis donde lo hayáis comprado y que os den uno de tergal?

 

Yo no sabía lo que era el tergal, pero no me sonaba muy bien, la verdad. Otro momento del día que no me gustaba, era la hora de las comidas. La mayoría de las veces estaba sentado encima de mi padre, porque mi madre iba y venía a la cocina todo el rato. Hasta que mis hermanos empezaban a liarla otra vez, tirando migas de pan a la cabeza de mi abuelo, lo tenían frito al pobre. Entonces mi padre se ponía nervioso, empezaba a repartir capones y yo me contagiaba de sus nervios y acababa vomitando encima de sus pantalones, lo que le sacaba de sus casillas completamente y gritaba:

 

–          ¡Me cago en la leche! ¡a ver cuándo le compras la dichosa trona a este niño!

 

 

Lo decía mirando a mi madre y por el rabillo del ojo también a mi abuelo mientras dejaba caer mi cuerpo en el cochecito. Con lo que yo me sentía un cachorro abandonado una vez más.

 

A partir de ese momento, cuando los demás se juntaban a comer, yo pensaba con mucha fuerza en mi trona y en la Navidad. Me imaginaba allí́ sentado en la cabecera de la mesa como un auténtico rey. Con una silla así́ yo podría mirar a los demás a los ojos y tratarlos de tú a tú.

Y por fin llegó Navidad. Todos estaban nerviosos, aunque yo no entendía por qué. Sobre todo, mi madre, que no paraba de ir de un sitio para otro y echarse las manos a la cabeza como si tuviera que sujetársela para que no le cayera. Pero cuando abrió́ las puertas del salón, entendí́ que mi sueño se había cumplido. Allí́, al lado de mi padre había una nueva silla: la dichosa trona. Cuando me colocaron en ella, sentí́ que mi vida había cambiado para siempre.

 

     Susana Muñoz C

 

 

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