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VIENTO DEL SUR

Foto del escritor: ArmentaArmenta

Sopla viento del Norte y tras el último empujón, Blanca se queda dormida antes de oírla llorar. La leche cayendo laderas abajo de su cuerpo exhausto. Entre tinieblas mira la cuna. Está vacı́a. La comadrona se ha llevado a la niña para alimentarla, pero la madre duerme con los ojos entreabiertos, en el sueño de las noches profundas. El vaivén de sus párpados la empuja hacia la ventana. Un olor acre se le pega a la garganta, no es de excremento de caballo, es un olor envuelto en humo que sale de las tripas de artefactos metálicos que deslizan su marcha de gusanos de hierro.

 

Las bocinas llenan el aire de miedo y no hay clavellinas en los balcones, ni geranios, ni rosales. En la calle, hombres con cascos vestidos de verde llenan las esquinas de amenazas silenciosas. Las mujeres caminan deprisa, cabizbajas parecen no atisbar su presencia. ¿Y los niños? ¿Dónde están los niños? No se oyen sus voces, ni sus pisaditas pequeñas, ni sus risas jugando en corro. De repente, un sonido metálico de filo de navaja afilada, largo y profundo como una herida de asta de toro. Las mujeres corren como hormigas despavoridas por un pisotón de gigante. Desaparecen bajo la tierra que se abre en cientos de agujeros húmedos.


Blanca corre con los pies negros. Dentro, las miradas resplandecen en la oscuridad, pero a ella parecen no verla. Nadie le habla, nadie la toca. Nadie le ofrece un pedazo de pan, ni un poco de agua. No hay palabras. Solo las respiraciones del miedo traspasan el aire y chocan contra su nuca. Siente los cuerpos de todos los tamaños y formas a su alrededor, algunos robustos, desafiantes, otros viejos y derrengados. Todos aferrados a las paredes húmedas del agujero.

 

En la oscuridad, Blanca se frota los ojos, quiere zarandear sus carnes, pero sus manos parecen no alcanzar a tocarlas. Entonces, desde el fondo avanza un murmullo caliente, como de zumbido de abejas. Alguien desesperado dice que los “señores” de la guerra han venido y lo han hecho para quedarse. El silencio aplaca el zumbido, lo estrangula en el aire antes de que se pose en la tierra, antes de que


cale en los corazones abiertos. El tiempo en el agujero pasa como si no pasara. Las cabezas agachadas tras silbidos de hielo. Fuera hace un frı́o de nieve. Noches que se confunden con dı́as que duran semanas, como si fuera la cámara lenta de una escena eterna. Tras ellas, por fin, una mañana sin fecha, resuenan pisadas de alivio. Traen el viento cálido del Sur, que deshace la nieve y calienta la tierra.

 

Blanca despierta. El tiempo ha descontado las horas hacia atrás, hasta cien años. La melena rubia traspasa su cintura y la palidez de hielo de sus mejillas va recobrando el terciopelo de rosa recién cortada. La sangre lame sus sienes con latidos suaves y continuos como olas de mar en calma. Los hombros se desperezan del letargo dejando en el colchón una suave hendidura con trazas de leche templada. Al pecho vuelve el bum, bum de un palpitar de locomotora.

 

Las manos lánguidas recobran su vuelo de pianista. La primavera ha entrado de golpe con el rebullir de cien años de ausencia. La mirada la lleva a la cuna, los pies diminutos la siguen. Allı́ está dormida la niña, su niña. Le pondrá el nombre de Austra, que significa viento del Sur. Fuera los coches de caballos pasean y hay clavellinas en los balcones y geranios y rosales.

(Susana Muñoz Cuenca)







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