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ARBUSTOS EN LA CUNETA

susanamc64




Nació de nalgas, en la frontera de la vida de su madre, que no superó el parto. Un día que no le venía bien a nadie. Su padre andaba de resaca fuera del pueblo y sus cuatro hermanos ya tenían suficiente con los trabajos asignados. Incluso al médico le pilló su nacimiento a trasmano y la partera hizo lo que pudo. Nadie había pensado en un nombre para él, quizá́ su madre, pero si lo hizo, se lo guardó para siempre.

– Ahí́ tenéis al chico, habrá́ que darle algo de leche o una miaja de agua con azúcar si no queréis que acompañe a vuestra madre en el viaje eterno. El condenao venía torcido y la pobre...la pobre no lo ha aguantao – dijo antes de salir de la habitación mientras se sujetaba las caderas y meneaba la cabeza de un lado a otro.

¿Quiere Usted ver a la criatura? Está ahı́, en su cama – le dijo Fidel a su padre cuando regresó del pueblo.

El hombre apenas lo miró de reojo con todo el reproche del que era capaz su alma.

¿Cómo le va a llamar? – insistió́ el muchacho.


El padre siguió́ de largo, cruzó la estancia cortando el silencio mientras el resto de sus hijos casi no se atrevía a mirarlo. Se acercó a la alacena, cogió́ la botella de vino y directamente se la llevó a la boca. La noria de su nuez tensaba y aflojaba su cuello pellejudo al paso del líquido granate.

Bautizar a este que se ha llevado a su madre por delante... – dijo con un resoplido de olor a vinate.


Después de eso, nadie en la familia se ocupó́ de buscarle nombre al recién nacido y para los del pueblo fue siempre el chico de la Eusebia, que Dios tenga en su gloria, remataban cuando se referían a él.

El chico salió́ adelante arrastrando el silencio de su propia madre, como si intuyera que nadie le iba a echar cuentas a su vida, así́ que, lo mismo daba llorar que no llorar. Lo colocaron en un chiscón cerca de la lumbre. Desde allí́ aprendió́ el mundo, sus ojos podían ver lo que ocurría tanto por encima como por debajo de la mesa, la única que había en la casa. Las patadas cuyo hermano Fidel, que debía ser el mayor por estatura, le propinaba a Rosario, la única que se ocupaba de que hubiera algo caliente para echarse a la boca a la hora de comer. Los pellizcos de Toño a Carmencita por el simple placer de dejar claro que era mayor que ella. También veía como se deslizaba la mano izquierda de su padre, al que poco le duró el luto, perdiéndose entre las faldas del ama de cría, mientras con la bocamanga derecha se limpiada la grasa que le chorreaba por las comisuras de los labios.


Y de pronto, de esa misma mano, cuando las migas sobrevolaban el cielo del comedor, nacía un golpe seco que estallaba sobre el tablero de roble. Entonces el crío temblaba de un lado a otro como el badajo de un cencerro, eso sí́, sin soltar una lágrima, tal era su afán por sobrevivir. A parte del ama, nadie reparaba en el muchacho, que iba creciendo como lo hacen los arbustos en las cunetas. Su silencio era tan grande como su curiosidad por las cosas. Sus ojos redondos, claros como el alba, eran dos luceros en la oscuridad y sus orejas, grandecitas y un poco despegadas del cráneo, le daban un aspecto de mariposa con las alas abiertas de par en par.

Pasó años sin pronunciar palabra, enfrascado en distinguir los sonidos del día y de la noche. De madrugada oía los goznes de las puertas gruñir cuando su padre llegaba oliendo a algo que solo olía él. A veces, se quedaba dormido escuchando el goteo lánguido del grifo de la pila. Los sábados, notaba el crujir del armario de su madre cuando sus hermanas buscaban, entre los vestidos, una pizca de sueños de hadas.

Una noche apareció́ el padre más beodo que de costumbre, abrió́ la puerta de una patada maldiciendo a diestro y siniestro su mala suerte. Había perdido el jornal que llevaba sujeto con una goma elástica, en una partida de cartas. Aunque él juraba que alguien le había echado el ojo y se lo había robado. Los hijos, no abrieron la boca, bien sabían que cuando llegaba en esas condiciones era mejor dejarle dormir la mona. Pero esa noche estaba más peleón que de costumbre. Tanto fue así́, que se encaró́ con el chico, al que no había mirado desde su nacimiento.

– ¿Y tú́ qué haces ahí́ quieto como un pasmarote?, tú que no vales para nada, que ni siquiera sabes hablar – le dijo al chico con mirada torva.


El muchacho intentó una y otra vez esquivar las provocaciones del padre, hasta que lo acorraló y amenazándole con un cuchillo le dijo:

habla, joder, abre la boca de una puta vez para que sepamos como tienes la voz.

El chico se zafó del cuchillo y desde el umbral de la puerta dijo:


Cree usted que las cosas no dicen nada, pero el suelo cruje, la navaja corta, el somier chirría. La leche rebosa al hervir y huele a pegada. La leña crepita en el fuego. Sí, las cosas están ahí́ para servirnos, pero también nos observan. Yo llevo años conversando en silencio con ellas; ¿y sabe una cosa? Que algunas seguirán ahí́ cuando ya no esté y también hablarán de usted.

Con la boca beoda el padre intentó balbucear alguna cosa. Sin mediar palabra, el resto de los hijos siguieron al chico y cerraron puerta.


Susana Muñoz.

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1件のコメント

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ゲスト
1月24日
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Final aplastante!👏👏

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