Hacía algún tiempo que a M. le habían empezado a abandonar las palabras y los recuerdos. A G. le costaba asumirlo. - Es lo que le ha pasado siempre, pero exacerbado por la edad – dice con la confianza mermada por una realidad cada vez más dura. Porque G. la ama, ama los surcos que han dejado intacta su sonrisa, ama su pelo blanco, su seno caído, su sexo destrozado por siete partos. Ama su cuerpo derrengado, prestado a la vida para engendrar más vida. Su cuerpo entregado a la existencia de otros sin reservas, sin resquicios donde acunar su complacencia. G. la amó desde el primer instante. ¿Qué se hace cuando el amor te traspasa las entrañas y se te cuela en la sangre y se te duerme en los huesos? Qué podía hacer G. sino bebérsela cada noche a tragos largos de guerrero sediento, insaciable, y desfondado, al amanecer contemplar su vientre hinchado...nunca estaba más bella que cuando llevaba otra vida dentro. Y ella solo quería eso, como si su ser tan solo ansiara alumbrar, ser, para ser madre.
Ahora M. pregunta por los niños:
- ¿Dónde están? -
- ¿Quienes? -
- Ellos...
- ¿Quienes son ellos?
- Pues… los niños…
- No hay ningún niño en casa.
- Me mientes y... no sé por qué me mientes.
- Cómo te voy a mentir...¡por qué haría una cosa así!
- No sé… las palabras no me vienen ...
- Estamos solos tú y yo, querida…
- Pero… hace un momento… los he visto…
- Los has visto, ¿dónde?… ven, vamos a mirar para que te convenzas…
Así recorren habitación por habitación de la casa, abriendo armarios y levantando colchas, oteando alféizares y revisando altillos… de vuelta al punto de partida, G. sujeta entre sus manos sus arrugas y su corazón de titiritero le reza a todos sus dioses: - ves querida, no hay nadie. Estamos solos tú y yo, como cuando nos conocimos, ¿te acuerdas de cuándo nos vimos por primera vez?. Sí, estábamos en Málaga en la cola del teatro Cervantes, yo me tropecé y tú, tú te reíste -. Esto le dice G. a unos ojos inundados de un vacío insondable. - No sé quién eres, yo no he estado nunca en Málaga – responde M. desasiéndose de unas manos que tan solo desean retenerla un instante más en la realidad, una realidad a la que ella ya había renunciado hacía tiempo, quizá cuando el último de sus hijos cerró la puerta tras de sí. Y siguiendo la estela de sus hermanos cruzó el océano…
Hoy M. se ha levantado bien. Incluso ha preparado el desayuno. - Esta tarde quiero ir a dar un paseo -. Y ¿dónde quieres que vayamos? -. ¿Vayamos? – repite llevando la mirada al cielo, - quiero ir yo sola -. G. no tiene ni fuerzas ni alma para negarse, pero la vigila desde la prudencia de la distancia. Ella se sube al autobús, al primero que llega. Él desde el coche
le sigue los pasos. A veces no es fácil, a veces cree haberla perdido. Pero no ceja, no suelta la respiración del gusano azul que se inclina en cada parada como si hiciera una reverencia y exhala. La confunde con otra cabellera blanca. - No, no es ella la que ha bajado, sigue dentro – se dice en voz alta sin soltar el volante y entonces respira y acelera. - Ya la veo, está sentada con el bolso encima de las rodillas, mirando por la ventana -. El torrente de coches no cesa, las arterias de la ciudad sueltan borbotones de humo a esa hora, la hora punta. Los niños, con sus carteritas al hombro inundan de voces el aire. Hace sol, un sol que deslumbra. El gusano azul sigue su ruta, inexorable, sin saber quién está dentro, sin saber que el amor le persigue de cerca. Llega al final de trayecto. M. se baja, porque todos se bajan. Mira a un lado y a otro con ojos de niña perdida. G. la ha visto y se acerca con el coche a su lado, como una caricia, baja la ventanilla y la mira: - ¿taxi, Señora?
Susana Muñoz Cuenca
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